CANTOS TARASCOS
Por Juan Cervera Sanchís
El centralismo, incluso en lo que se refiere a las
culturas prehispánicas y especialmente a la poesía,
ha prestado gran atención a los poetas de lengua náhuatl,
mientras que ha marginado a otros de igual valor -en
cuanto a contenido intrínseco- en otras lenguas de
las que se hablaron y se hablan en la geografía de
lo que hoy es la República Mexicana.
Poco sabemos de los poetas y la poesía cora, chinateca,
lacandona, mazateca, mixe, seri, otomí, yaqui o tarasca.
Asomémosno hoy aquí, someramente, a los cantares
tarascos del siglo XIX y XX.
La verdad es que la poesía de los tarascos lo que pierde
en cuanto a conocimiento de sus autores –ella es anónima-
lo gana en belleza e intensidad.
Es, en síntesis, la poesía de todo un pueblo, de un pueblo
que ve el mundo a su manera y, a su manera, a través
del canto, trata de explicárselo.
En realidad la poesía, verbo esencial del ser humano, es
eso: un intento de clarificar el mundo por medio de
la palabra y la música unidas.
Esto en sí parece un juego, es un juego, pero jugar es
en sí una acción que trata de despejar en cierta
forma la incógnita de nuestra vida, porque la vida
es una incógnita permanente desde el nacimiento a
la muerte.
Sólo los necios creen que saben, los que poseen una
pizca de inteligencia son conscientes, como lo era
Sócrates, de que, en realidad, lo que se dice saber,
no saben nada.
Sí, no sabemos nada, y los poetas tarascos lo sabían,
poética paradoja, por lo que en sus canciones jugaban
y jugaban, porque jugar, quiera que no, es como
explicarnos lo inexplicable de nuestras propias vidas.
Así pues los mundos giran y giran y eso es jugar. La
lluvia, el fuego, el viento... son acciones del juego de
la naturaleza, que es un gran juego.
Cada movimiento y cada pensamiento del ser humano
es un juego, digamos que una manera de dar respuesta
al juego de las interrogantes.
La poesía es una interrogación y una respuesta, una
especie de doble juego, como el llanto y la risa del
niño que llora y ríe al mismo tiempo.
Juegos del ser humano, mujer y hombre y hombre y
mujer. Juegos de la naturaleza vivificadora y varia,
que juega con nosotros inventando, creando y destruyendo,
formas, expresiones, adivinanzas.
La poesía es una especie de adivinanza, vivir es tratar
de adivinar, pero ¿qué adivinamos? ¿Es qué hay algo
que adivinar? Puede que todo, puede que nada.
Los poetas tarascos, conscientes de ello, juegan y juegan
con las palabras, es decir con los sonidos:
“Shéparin, shéparin, shéparin, shéparin”.
Lo que es igual a: “cuidado, cuidado”. Pero, ¿cuidado
de qué?
Cuidado, sí, cuidado con las cosas más frágiles que
suelen envolvernos, que alcanzan a seducirnos. Dejemos
que el canto lo diga:
“Cuidado, cuidado
con la flor de añil,
no te envuelva
y quiera florear
y la flor blanca se va enojar,
y la flor amarilla se vaya a marchitar.”
La flor de añil: “Sumao tzitzinqui hindu”. Sí, “con
la flor de añil hay que tener mucho cuidado”.Cuidado
con el añil porque azul es el cielo y, el cielo, tiene imán
de todo “lo más allá”, de “todo lo indescifrable”.
El cielo seduce al pueblo tarasco y su poesía se hace
cielo y centro cerúleo.
Ellos, los tarascos, tienen tiempo y espacio para detenerse
y mirar, mientras que nosotros apenas si nos damos tiempo
para el parpadeo o el entrever.
Sabe quien mira o, por lo menos, sospecha y adivina.
Nosotros estamos limitados por la prisa y la distracción
en nuestro confinado espacio. Toda una paradoja. Pequeños
departamentos distantes del cielo raso que los ojos del cantor
tarasco ven y penetran.
Ellos cantan nostálgicos de la Cruz del Sur:
“Mi corazón recuerda muchas cosas
viendo brillar las cuatro estrellas.
Ellas siempre saldrán, yo me estoy yendo.
No volveré jamás, yo me estoy yendo.”
Conscientes los tarascos de la brevedad de la vida
e instalados en su reducto suponen, imagina eternidad
a las también breves estrellas. Ellas al igual que
nosotros se “están yendo”, y a una insospechada y
frenética velocidad.
Sí, sí, todo se está yendo. El gran drama de la Creación
se agita ante nuestros atónitos ojos de diminutos extras
mientras transcurre este trailer sin principio ni fin.
Y cabe preguntarse: ¿Acaso los extras son menos
importantes que aquellos que protagonizan los roles
estelares?
De ninguna manera. El poeta lo sabe y sonríe en
mitad del gran drama que es la Creación. Nada
es grande. Nada es pequeño. El canto lo unifica
todo y, con el canto, el amor. Fuerza unificadora
como no hay otra.
El cantor tarasco descubre a la mujer y, con la mujer,
descubre el dolor y, con el dolor, el consuelo del
poema:
“Mujer ingrata, me abandonaste
y no sabes el mal que me hiciste;
sólo Dios y Nicaguarí
saben lo que estoy sufriend, ¡ay, ay, ay!”
El Universo, nuestro Universo y todos los Universos,
en síntesis, no son más que un ¡ay!, sólo un ¡ay!, un
¡ay! que explicándolo todo no explica nada.
Tal vez sea infantil buscarle una explicación a nuestra
Existencia. Tal vez. Mejor suspiremos, mejor cantemos
con los tarascos ebrios de ausencias y presencias, de
de luces y de sombras, de vida y de muerte:
“Estás con Dios, flor de mi amor, toma mi corazón”.
Y: “Suspiro, yo suspiro, porque me acuerdo de ti.”
¿Será, seremos acaso un deseo de memoria encarcelado
en el olvido?
El poeta tarasco conduce nuestra mente a la más
alta duda, lo mismo que la matemática, aunque
parezca todo lo contrario, y la madre filosofía,
porque hay una lógica de la ilógica y la mujer
y el hombre y el hombre y la mujer, el ser humano,
frente al espejo encendido de la poesía, del canto
pues, lo vislumbra.
Poetas tarascos, poetas de ayer, de hoy y de mañana,
con su humana criatura acuestas bajo la cruz del verbo,
que todo lo interroga, sin posibilidad clarificadora de
respuesta, ante el perpetuo asombro del misterio,
hecho y deshecho en dramática belleza, al pairo del
azar de la letra y del número, que se deja llevar por el
hilo de la emoción, ese hilo que una vez que se rompe
resulta imposible volver a anudar, como la vida misma
que, una y otra vez, deriva en muerte, al igual que toda
interrogante, loado sea, se desata en canto.
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